Se las quitó, se hundió en un sueño profundo que le duró varios meses.
Cuando despertó, vio lo que era la vida y reemprendió el viaje.
Se supo valiosa, quizás (y siempre quizás), apta.
Entró al arte por la puerta delantera, altiva, con cara de asco y superioridad, que es lo mismo. Se encontró desarmada, porque no tenía idea de fotografía, la pobre. Pero supo que, en algún lugar, todavía estaba el profesor insatisfecho y el compañero mediocre.
La descolocó el nuevo hábitat. Se sintió fundida en la sillita, en el cuartito, en el pequeño mundo.
Y fue feliz en su infelicidad.
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