¡Buenas Nuevas!

Aprovecho el espacio para avisar: me han comentado algunas personas cercanas en este último tiempo que cada tanto pasan por acá y corroboran que ya no escribo. Esto no es verdad. No sólo sigo escribiendo -mejor, más, etc, pero en cuaderno.- sino que estoy a pasitos de tener el libro. Estaría saliendo pal invierno, calculale, tiene un nombre pero a riesgo de arrepentirme de lo volado justo antes de mandar a imprimir, preferiría mantenerlo en secreto por un tiempo más.
Son ponele que cuentos, o ni siquiera.
Son ponele que muchos.
Son definitivamente lo mejor que te puede pasar en la vida, amigo, así que no te olvides de comunicarte conmigo por julio para conseguir tu ejemplar de "La niñ...". Ah.... cierto que era una secreto.
Nos vemos.
No es lo mismo sin vos, pero es más bien parecido, y eso es todo lo que importa.

Hará un año que

René decidió cortarle las manos a los títeres para que no se enamoren. No es que crea que esa es la forma de evitarlo, sabe que a nadie le gusta que lo mutilen pero de todas maneras lo cree un poco extremo (ya, de por sí, los mantiene cautivos en un cajón oscuro, hacinados y hambrientos, uno creería que no hay peligro de que se enamoren pero la experiencia indica lo contrario); el objetivo es que, una vez evitada una de las más grandes muestras de amor que logra concebir, sea difícil acceder a ese grado de intimidad amatoria: si no pueden darle la mano, si no pueden exteriorizar el amor, se diluirá pronto, prontísimo, antes siquiera de que llegue a aparecer.
Pero éste no es un títere. Es nuevo, reluciente, casi barnizado. Creyó ver con el rabillo del ojo los dedos largos de madera, pero no está segura. También creyó ver cómo latía el corazón bajo la respiración acompasada, rítmica, tranquila, tartamuda. Pero tampoco está segura.
Lo que sabe es que besa lindo, y que se siente cómoda a su lado. Lo que sabe, también, es que nada es peor que enamorarse todavía enamorada.

Le gusta cómo se muerde los labios mientras la mira con los ojos escondidos detrás de las espesas cejas. Le gusta cómo la escucha, y cómo la agarra de la mano aunque ella se escape y piense que ya va a tener que cortárselas, pronto, prontísimo, antes siquiera de que lleguen a aparecer.

Monstruos en la cama.

-Me estás sacando toda la frazada.
Él no dice nada y gruñetea un poco. Tiro, pero es inútil. Toda su enormidad llena de pelos está apoyada en la gran mayoría de la tela. Ni siquiera fue capaz de meterse entre las sábanas. No; llegó a cualquier hora, abrió la puerta despacito y se escabulló entre la pila de zapatillas. Una vez seguro de que yo dormía, de un salto se subió a la cama y me miró largamente. Cuando me desperté lo tenía a escasos centímetros de la cara y pegué un grito. Se rió.
A veces no es tan malo tener un monstruo. Es mejor compañía que los títeres. Ellos son tontos y se enamoran, o son malos y no lo hacen. El monstruo juguetea pero porque yo lo dejo.
El cuento es que se acostó, dejándose caer junto a mí, y yo me tuve que hacer un poco a un lado.
La cama es blanca, rosa, muy clara y caliente. El monstruo huele a luna y es un poco violeta, o negro a veces. Yo soy gris, y tengo gusto a carbón.
Vayan, pregunten, eso es tan cierto como que no escribir los espacios en blanco de los libros es desperdiciar espacio.
El bufón silba bajito y patea piedras. Ya es un poco tarde.
La noche se le cae encima y él no tiene tanta fuerza como para darle la espalda.
Se la ve feliz a la Pierrot, piensa. Al fin y al cabo, no debe de haberle resultado tan difícil encontrar una luna nueva.
Ya no la abraza cuando la ve porque sabe que ahora ella está mejor que él, que quien saldría lastimado es él, y no ella, y es muy egoísta.
Ya no la mira a los ojos. Ya no le habla, casi, para que su voz no se quiebre en medio de la perorata. Ya no tiene ganas ni siquiera de actuar para ella.
Va, nomás, pateando piedritas por la calle, y la noche, y el silencio del camino, y algún que otro perro, y en esa esquina se han besado más de una vez, pero no, no quiere recordarlo, ni tampoco la plaza en la que jugaron tanto. La Pierrot, que ya se había desvanecido, vuelve otra vez y no lo deja dormir, vuelve para enfriar su lado de la cama y se va a calentar el de una cama ajena, para recordarle que todas las tardes solo son tardes perdidas, y que nadie jamás va a ser tan hermosa, nadie nunca va a compartir su risa ni a retarlo a gritos de la manera en que ella le gritaba a retos, ni a jugar a morderse los pies. Tampoco nadie va a caminar con la decisión con la que ella caminaba.

¿Se acordará la Pierrot de que el bufón le enseñó la palabra inefable? No cree.
Cuán poco vale ahora todo ese mar que fueron, piensa, y ya no se ríe.
Son los altibajos entre quererte y querer dejarte lo que me encienden. En la seguridad no hay tensión: o muero por confesarte mi amor o agonizo ante la idea de que no dejes de abrazarme. En el lindo quilombito de mi psique, en el subeibaja que resulto ser, no hay sitio para intermedios.
Se me escapa el alma y debo (de) atar la pasión; encadeno y amarro y amordazo las palabras porque es muy desmedido decirte, ya, que te amo.
Consecuentemente, te miro con tristeza y veo que vos no te das cuenta de que mi silencio significa:

I. Adiós
II. Hasta nunca
III. Nos veremos
IV. Aunque quiera volverme ciega ante tu estampa

Y no ves que en realidad detrás del abrazo fuerte estoy llorando; todo sabe a último beso y rompo las tradiciones que cuidadosamente he ido tejiendo, no lo ves, pero ya no me dejo regados cordelcitos ni te pido una segunda cita y por dios que no hago cantar al pájaro carpintero que corona tu puerta. Él me mira y entiende, saluda cordial, saluda sombrío y entiende.
Es él, y soy yo, el que no comprende cuando me ve volver de tu mano, riendo, saltando, ansiosa por quererte y ansiosa por decirte que te amo y que en el intermedio no vivo más que segundos.
Aprendí a quedarme. De a poco, llenado los huequitos con papel picado y polvo de tiza, dejando regados cordelcitos de té en tus bolsillos. Los pedazos, las tradiciones, los encuentros, son los únicos espacios que quedan en la memoria como quemados, como cicatrices vivas, en cuanto se enfría el recuerdo.
Me quedo para cuando vos te vayas. Me quedo para que encuentres mis retazos y pienses, melancólico y como con el pecho en lluvias, en que me he ido.