Sorprendentemente V (o Títeres IV)

Se desfondó el cajón de los títeres de René. La oscuridad que lo habitaba se deslizó por el suelo, le arañó los tobillos, trepó por sus muslos, alcanzó su sexo, hundió las garras y siguió escalando.

Sorprendentemente IV (o Títeres III)

Los muñecos, antes, estaban colgados en una soguita roída que amenazaba constantemente con caerse y llenar el lugar de diversas porciones corporales que René iba a tener que juntar con las tripas revueltas. De ahí que los haya guardado en la más horrenda oscuridad, desde donde no se escuchan sus murmullos.
El sábado, ella se encontraba muy divertida jugando con agüita cuando un ligero traqueteo le llamó la atención. De un salto llegó al cajón, lo abrió y metió la mano. Una manito, más chica y muerta, se prendió de la manga, que es la forma en que los títeres dicen que quieren salir, y ella le hizo caso más por costumbre que por interés. El títere habló, pero como hablan los títeres, ese idioma lleno de retazos de tela de tan difícil comprensión, y a René no le importó entender. En cambio, imaginó algo así como que él la extrañaba, o quizás que se había quedado prendado del olor de su pelo o de su vestido verde, o de los dos besos robados entre risas. O quizás, sólo quizás, lo dejó ahí, hablando una y otra vez el monólogo enfermo que todos repiten al unísono y sin pausa, mientras seguía muy divertida jugando en el agüita.

Sorprendentemente V (o Títeres IV)

El títere largo, el títere petiso y el otro títere son muy diferentes entre sí, pero por algo los tres son títeres y están en el cajón.
René los sacó, firme, y los acostó al lado. Tras mirarlos largamente, sentenció:
-No los quiero más.
Así, de esta forma, desechó de un soplo a cualquier hada madrina que quisiera congraciarse con los muñecos. Los títeres son títeres y así está bien; René aprendió eso hace tiempo.
De todas formas, el otro títere, muñeco burlón, la desvela desde hace alguna noches, mientras algún otro le acaricia los pies.

Sorprendentemente III (o Títeres II)

René, por más que parezca una nena de poca monta, ha sabido fragmentarse en incontables pedazos, unos con más suerte que otros, aunque todos más o menos igual de enamoradizos. Pero no es tonta, y sabe que es mejor entretenerse con libritos colgando o quizás atrapasueños y no descansando en las manos de cualquiera -menos de un títere, y menos que menos, en las del títere largo, que tiene colmillos filosos y sedientos.
Aún así, René es René y no Ana ni Miranda ni Ella, ni siquiera esa tal escritorcita que acaba de aparecer en el mapa y a ninguna le cae demasiado bien. Aún así, René es la triste y por eso escribe.

Sorprendentemente II (o Títeres)

Los títeres de René no llegan a ocupar una cama de dos plazas, y por eso ya se acostumbró a dormir con todo ese espacio. Ayer, en cambio, la atacó el frío y no había nadie que quisiera abrazarla. Se acostó en una almohada desconocida, tapada con sábanas extrañas, al lado del títere más peligroso que pudo encontrar. En la inmensa soledad que representa un poco martirio y otro poco sosiego, cerró los ojos pero no durmió.

A veces los títeres se presentan así, y a veces se convierten con el paso del tiempo. En cualquier caso, su fortuna es fatal e inapelable y no le hace falta conocer las artes adivinatorias para saber que ninguno de ellos es el definitivo. Todos, sin excepción, terminan en el cajón. Su destino macabro -no el de los títeres, sino el de René- es delirar melancolías y añoranzas. Ese es el destino de todo aquel que vive para recordar, pero que tiene mala memoria.
Además... Además los títeres traen la lluvia y las velas, a veces el fuego y a veces las espinas. Nunca se quedan, y por eso son títeres, nunca se van del todo, y por eso descansan en el cajón. René sabe convocarlos, aunque no sabe dónde aprendió a hacerlo. Marionetas o no, le sacan una sonrisa difícil -Ay, hacía ya tiempo de las sonrisas-, le ponen música en los cachetes, le piden que dé volteretas. A René, como es sabido, le dura más bien poco toda la emoción y la segunda noche ya quiere despedir al títere otra vez más.
El títere largo se levantó de madrugada, y René no quiso mirar mientras se alejaba, por miedo a que, en la soledad, la rasguñara algo más.

Sorprendentemente

Hay un cajón en la casa de René en donde guarda los títeres. Todos los títeres que tuvo alguna vez, lo más viejos, los más mágicos, los más llenos de espinas, están ahí.
A veces los saca y conversan. Los acaricia, los desviste, reparte sus yemas por las arrugas que la madera les fue dejando. Claro está, el cuerpo se cubre de púas, que son removidas pacientemente una vez terminado el ritual.
René hoy metió la mano y tanteó. Ella sabe que no puede buscarlos con los ojos, que sólo los dedos los reconocen. Si mirara a la profunda oscuridad que rodea a sus títeres, quedaría ciega y sin corazón. Entonces metió la mato, tanteó y cazó de la camisita a uno cualquiera. Mientras lo sacaba, cuidadosa, notó que venía prendido algún otro, al que no reconoció, y otro más, y otro, y todavía otro. Del susto, los soltó y cerró el cajón. Una manito se mantuvo afuera, casi como los náufragos cuando tienen el alma rota y ya no quieren bracear, pero no se abandonan a la idea de volver a hundirse. Cerró más fuerte. La manito cayó al suelo, rodó un poco y se escondió atrás de las frazadas desordenadas. René ya se había acostumbrado a que no hubiera monstruos debajo de la cama. Otra vez empezar a ahuyentarlos.