El bufón silba bajito y patea piedras. Ya es un poco tarde.
La noche se le cae encima y él no tiene tanta fuerza como para darle la espalda.
Se la ve feliz a la Pierrot, piensa. Al fin y al cabo, no debe de haberle resultado tan difícil encontrar una luna nueva.
Ya no la abraza cuando la ve porque sabe que ahora ella está mejor que él, que quien saldría lastimado es él, y no ella, y es muy egoísta.
Ya no la mira a los ojos. Ya no le habla, casi, para que su voz no se quiebre en medio de la perorata. Ya no tiene ganas ni siquiera de actuar para ella.
Va, nomás, pateando piedritas por la calle, y la noche, y el silencio del camino, y algún que otro perro, y en esa esquina se han besado más de una vez, pero no, no quiere recordarlo, ni tampoco la plaza en la que jugaron tanto. La Pierrot, que ya se había desvanecido, vuelve otra vez y no lo deja dormir, vuelve para enfriar su lado de la cama y se va a calentar el de una cama ajena, para recordarle que todas las tardes solo son tardes perdidas, y que nadie jamás va a ser tan hermosa, nadie nunca va a compartir su risa ni a retarlo a gritos de la manera en que ella le gritaba a retos, ni a jugar a morderse los pies. Tampoco nadie va a caminar con la decisión con la que ella caminaba.

¿Se acordará la Pierrot de que el bufón le enseñó la palabra inefable? No cree.
Cuán poco vale ahora todo ese mar que fueron, piensa, y ya no se ríe.
Son los altibajos entre quererte y querer dejarte lo que me encienden. En la seguridad no hay tensión: o muero por confesarte mi amor o agonizo ante la idea de que no dejes de abrazarme. En el lindo quilombito de mi psique, en el subeibaja que resulto ser, no hay sitio para intermedios.
Se me escapa el alma y debo (de) atar la pasión; encadeno y amarro y amordazo las palabras porque es muy desmedido decirte, ya, que te amo.
Consecuentemente, te miro con tristeza y veo que vos no te das cuenta de que mi silencio significa:

I. Adiós
II. Hasta nunca
III. Nos veremos
IV. Aunque quiera volverme ciega ante tu estampa

Y no ves que en realidad detrás del abrazo fuerte estoy llorando; todo sabe a último beso y rompo las tradiciones que cuidadosamente he ido tejiendo, no lo ves, pero ya no me dejo regados cordelcitos ni te pido una segunda cita y por dios que no hago cantar al pájaro carpintero que corona tu puerta. Él me mira y entiende, saluda cordial, saluda sombrío y entiende.
Es él, y soy yo, el que no comprende cuando me ve volver de tu mano, riendo, saltando, ansiosa por quererte y ansiosa por decirte que te amo y que en el intermedio no vivo más que segundos.