El bufón silba bajito y patea piedras. Ya es un poco tarde.
La noche se le cae encima y él no tiene tanta fuerza como para darle la espalda.
Se la ve feliz a la Pierrot, piensa. Al fin y al cabo, no debe de haberle resultado tan difícil encontrar una luna nueva.
Ya no la abraza cuando la ve porque sabe que ahora ella está mejor que él, que quien saldría lastimado es él, y no ella, y es muy egoísta.
Ya no la mira a los ojos. Ya no le habla, casi, para que su voz no se quiebre en medio de la perorata. Ya no tiene ganas ni siquiera de actuar para ella.
Va, nomás, pateando piedritas por la calle, y la noche, y el silencio del camino, y algún que otro perro, y en esa esquina se han besado más de una vez, pero no, no quiere recordarlo, ni tampoco la plaza en la que jugaron tanto. La Pierrot, que ya se había desvanecido, vuelve otra vez y no lo deja dormir, vuelve para enfriar su lado de la cama y se va a calentar el de una cama ajena, para recordarle que todas las tardes solo son tardes perdidas, y que nadie jamás va a ser tan hermosa, nadie nunca va a compartir su risa ni a retarlo a gritos de la manera en que ella le gritaba a retos, ni a jugar a morderse los pies. Tampoco nadie va a caminar con la decisión con la que ella caminaba.

¿Se acordará la Pierrot de que el bufón le enseñó la palabra inefable? No cree.
Cuán poco vale ahora todo ese mar que fueron, piensa, y ya no se ríe.

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