Hoy encontré una foto tuya. Fue pura casualidad, y me encantó la sorpresa.
En la foto, una mujer te estaba abrazando y yo me di cuenta de que esa espalda ancha ahora está al alcance de cualquier abrazo mío, con o sin esa remera roja que traías puesta.
A la vez, con estirar la mano puedo escucharte la voz, puedo besarte cerrando los ojos, amar pensándote.
No hay canciones que no hablen de vos. Rosencof, desde la cárcel, nos escribió veinticinco sonetos. Jaime Ross nos los cantó.
Me voy a dormir todas las noches con tu sonrisa en los labios, mi amor. Gracias.

Astrodomo

El viento bailotea con su bufanda verde. Ella, con el ceño fruncido más por la molestia de ese juego que por enojo, mira al infinito y suspira. Del suspiro se desprenden mil mares que nunca va a navegar, y mil sombras que en un segundo se pierden: otra vez el viento sacándolas a pasear.
Ella camina por una alameda perdida de hojas, muy callada. Lleva los labios apretados como si ese último beso fuera a ser el último realmente y ya nada ni nadie importara, porque su boca, una vez sellada, no puede volver a abrirse.
Por eso calla y no llora. No hay, en verdad, por qué llorar. No faltará mucho para que se pierda en la risa de otra mujer, para que los días dejen de contar los sueños de Aquella, para que ninguna bicicleta se parezca a la suya. Para que sus manos se desdibujen y rocen el olvido.
Del pueblo no queda más que la tenue sombra de lo que alguna vez vivieron abrazadas, un cielo triste que ora por días que no estén teñidos de muerte.
Es como si mirara atrás y viera una especia de bruma pálida y triste, y en la mirada se perdieran mil barcos y casas y pueblos encallados en los que ella ya no está ni estará nunca.
Con la yema de tres dedos en forma de triángulo me besaste la piel. Me habías contado que hacías eso cuando tu boca estaba demasiado lejos de los poros deseados o en menesteres más amables.
No entiendo cómo me hiciste esto tan rápido. Hoy ni siquiera me espanté cuando jugaste a que me amabas. Me abrí el alma un poco más.
No. No hay caso. Ni con todo el léxico, ni con todas las ideas, ni con toda la emoción que me generás puedo escribir algo más o menos serio. Me volaste todo el interior de un soplido, Locura.