Astrodomo

El viento bailotea con su bufanda verde. Ella, con el ceño fruncido más por la molestia de ese juego que por enojo, mira al infinito y suspira. Del suspiro se desprenden mil mares que nunca va a navegar, y mil sombras que en un segundo se pierden: otra vez el viento sacándolas a pasear.
Ella camina por una alameda perdida de hojas, muy callada. Lleva los labios apretados como si ese último beso fuera a ser el último realmente y ya nada ni nadie importara, porque su boca, una vez sellada, no puede volver a abrirse.
Por eso calla y no llora. No hay, en verdad, por qué llorar. No faltará mucho para que se pierda en la risa de otra mujer, para que los días dejen de contar los sueños de Aquella, para que ninguna bicicleta se parezca a la suya. Para que sus manos se desdibujen y rocen el olvido.
Del pueblo no queda más que la tenue sombra de lo que alguna vez vivieron abrazadas, un cielo triste que ora por días que no estén teñidos de muerte.
Es como si mirara atrás y viera una especia de bruma pálida y triste, y en la mirada se perdieran mil barcos y casas y pueblos encallados en los que ella ya no está ni estará nunca.

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