Me paro de la silla y busco un pucho en el bolsillo. Ya se está haciendo la hora de irme.
No viniste. Eso era obvio.
Desde que te llamé por teléfono que sé que no vas a venir. En realidad fui un estúpido. ¿Para qué te llamé? Si sabía que me ibas a decir que sí, que ibas a pelear un poco el horario, que cuando te preguntara qué tenías que hacer me ibas a decir que cosas tuyas haciéndote la enojada. Los dos sabemos que no tenés nada que hacer.
Pero soy muy débil. Soy muy débil y me puse a llorar ni bien cortaste el teléfono, sabiendo que debería haber sido yo el que cortara, yo te había llamado, eso te puso en el podio, y ahí abajo de una docena de trenes estaba yo otra vez, llorando sobre la mesa con el teléfono en la mano y encima el teléfono sonó, y yo me hinché el pecho como si fueras a ser vos, y lloré de vuelta muy bajito cuando no fuiste.
Pensé que citándote en el café en el que nos conocimos iba a haber alguna diferencia. Pero no. Si yo sabía que no ibas a aparecer. Me dijiste que sí. Pero después agregaste que cualquier cosa me avisabas al celular. Te pregunté si lo tenías todavía. No dijiste nada. Te tenías que ir. Bueno. Un beso. Sí. Espero verte. Dale.
¿Dale? ¿quién contesta un "dale" a eso? Solamente vos, porque sos una hija de puta. Y fue entonces que me di cuenta de que llamándote no te iba a ver nunca más.
Mi cerebro está enfermo. Vos lo dijiste. ¿No te acordás? No importa. Pensé en ir a buscarte al trabajo con la camioneta, esperar a uno de esos días en que salís tarde. Llamarte. Te ibas a acercar, porque además de curiosa sos medio pelotuda. Y entonces te iba a agarrar del brazo. Gritá, estúpida. Si total acá no se entera nadie. Meterte en la camioneta iba a ser, después, un juego de chicos.
De inmediato descarté la idea. Pensé en volver a dejarle propina al chico que me atendió en el café. También descarté la idea.
No está lloviendo. Menos mal. Ahora voy a caminar un rato por la callecita esa que va al lado del río. Me gusta mucho. Además, en esta época del año, a veces hay pescadores y me encanta verlos ahí parados, como si fuesen de una foto. Aunque es mejor sí vuelvo a dejarle propina, no me cuesta nada.
Y bueno. Cuando llegue a casa te voy a llamar. Te voy a preguntar si estás bien. Yo sé que estás bien. Te voy a preguntar qué días tenés la noche libre como para ir a tomar algo. Por ahí te conviene el horario. Claro, como hoy no pudiste venir...
Me vas a decir que mañana no. Que mañana trabajás hasta tarde.
Nos vemos mañana, te voy a decir, cuando corte.
Y vos vas a pensar que me equivoqué.

Surquitos.

No, pero si yo venía de lo más bien. Te lo juro. No es que te me sigas colando en las pesadillas ni nada de eso. Pero justamente ayer te pensé y supe que quizá se estaba por cumplir un año. ¿O ya se cumplió? Bueno, al fin y al cabo es lo mismo y a mi no me hace falta mirar el calendario para saber que si me acuerdo de vos es que se está por cumplir un año desde que te permití la última entrada.
Pero en serio que venía de lo más bien, bajando alterada después de hablar en frente de un montón de personas, cosa que no hago nunca; venía discutiendo chocha con uno, de la mano con el señor, que venía charlando chocho con otro, y ¡PUM! Un gorro verde. Me pareció que vos tenías un gorro verde. No me acordaba. Te miré y no pude reconocer bien si en realidad eras vos o si alguna otra sombra de esas que se me aparecían a veces desde atrás de todas las cortinas estaba apareciendo ahora ahí, atrás de ninguna cortina, más bien en toda su desnudez, una desnudez escalofriantemente cercana, dándome a entender que aunque no fueses vos, aunque en realidad ese fantasma tuviera como único fin acorralarme y secarme las manos, y dejarme sin palabras, atascada en un "estamos los... los chicos de Letras... Letras. Y también los de... ¿Qué te estaba diciendo?", aunque la maldad encarnada sólo se presentara como una ilusión, el verdadero mal no sos vos sino todos estos surquitos sobre mis brazos que yo puedo acariciar con los dedos. El verdadero mal soy yo, y es un poco triste, incluso es triste que yo no le escriba a nadie más que a vos. Es triste y es injusto.
Pero ahora llueve, y es de noche. Y hace como un año que no sé nada de vos y que cierro los ojitos y me escondo abajo de mil sábanas para no enterarme de tus cosas, y le pido por favor a mis recuerdos, y no toco los libros que vos tocaste para no despertar a ningún monstruo, y no leo lo que te escribí, y si me hablan de vos sonrío y me callo, y trato de no verte en ninguna poesía ni en cualquier café, y por dios que evito los lugares en que sé que estás. Y uno pensaría que todo esto duele como nunca nada había dolido, pero no. Yo venía de lo más bien. Te lo juro.

Cosas que encuentro revisando cajones.

Hace ya un tiempo que las coincidencias me llevan otra vez a vos.
Quizás porque los amores truncos son los únicos amores eternos, o porque ingeniosamente te metiste en todos los rinconcitos, tu imagen me sigue a través del humo del té, en otros nombres, desde las luces que se comen a los autos, con susurros de árbol.
Me invade una especie de víbora cansada que se retuerce, bien fuerte y bien adentro, una víbora que es sólo tuya y que vos alimentaste a fuerza de ilusiones maltrechas. Me invade, ya rota y puede que un poco muerta, y pellizca restos de memoria estancados en charcos negros. Charcos rojos, charcos violetas, charcos de plumas, revueltos de sangre, con entrañas duras, muecas burlonas.
¿Sabías de todos los planes compartidos que nunca viví? ¿Sabías de las noches en vela, esperando, una vez más, que aparecieras? ¿Sabés que aunque hace mucho que no lloro por vos, todavía tengo ganas de que aparezcas en alguna esquina?
Contra la pared rugosa paso las uñas y el cuerpo en silencio me dice que no.
Escenario inicial:
Dolor severo de cabeza. Incomodidad corporal. Sola en casa. Con dos exámenes en una semana. Viaje inminente de mi compañero y de mi amiga. Viaje inminente de mis padres. Las ruedas de la bici desinfladas. Inflador desaparecido, se ofrece recompensa.

La acción transcurre en un particularmente bonito día de otoño, esos días de otoño que son casi de primavera. Buenas horas de sueño, buen desayuno, ducha, empeorando a mediatarde, almuerzo, estudio, cabeza que explota, siesta frustrada, zapatillas que se rehúsan a ser pintadas.
La bici opone resistencia, me recomiendan un remís. Me niego rotundamente.
De pronto, algo se arrastra en mi cabeza y empieza a chistarme bajito. Lo reconozco de inmediato. Canturreo un poco para distraerme aunque ya es tarde, el monstruo me dicta algo, es casi inaudible, pero lo entiendo perfectamente y todos sabemos que no puedo negarme a sus pedidos.
Camino, poseída por el espíritu malvado, hasta la sede más cercana de sufrimiento digital y busco esas fotos. Empiezo a ver. Ya me las sé de memoria.
Una, dos, tres. Que lindos ojos. Cuatro. Claro, es fotógrafa, y yo no. Cinco. Encima de Nikon. Seis. Ese de ahí es él.
¡Esperá! Ese de ahí es él y yo reconozco ese buzo. Es el clarito, largo, que yo le cambié por otro, menos clarito y menos largo. Ese buzo ahora es mío, y en cierta medida, su dueño anterior también. No tengo tanto de qué preocuparme.
Es una suerte.
Hoy encontré una foto tuya. Fue pura casualidad, y me encantó la sorpresa.
En la foto, una mujer te estaba abrazando y yo me di cuenta de que esa espalda ancha ahora está al alcance de cualquier abrazo mío, con o sin esa remera roja que traías puesta.
A la vez, con estirar la mano puedo escucharte la voz, puedo besarte cerrando los ojos, amar pensándote.
No hay canciones que no hablen de vos. Rosencof, desde la cárcel, nos escribió veinticinco sonetos. Jaime Ross nos los cantó.
Me voy a dormir todas las noches con tu sonrisa en los labios, mi amor. Gracias.

Astrodomo

El viento bailotea con su bufanda verde. Ella, con el ceño fruncido más por la molestia de ese juego que por enojo, mira al infinito y suspira. Del suspiro se desprenden mil mares que nunca va a navegar, y mil sombras que en un segundo se pierden: otra vez el viento sacándolas a pasear.
Ella camina por una alameda perdida de hojas, muy callada. Lleva los labios apretados como si ese último beso fuera a ser el último realmente y ya nada ni nadie importara, porque su boca, una vez sellada, no puede volver a abrirse.
Por eso calla y no llora. No hay, en verdad, por qué llorar. No faltará mucho para que se pierda en la risa de otra mujer, para que los días dejen de contar los sueños de Aquella, para que ninguna bicicleta se parezca a la suya. Para que sus manos se desdibujen y rocen el olvido.
Del pueblo no queda más que la tenue sombra de lo que alguna vez vivieron abrazadas, un cielo triste que ora por días que no estén teñidos de muerte.
Es como si mirara atrás y viera una especia de bruma pálida y triste, y en la mirada se perdieran mil barcos y casas y pueblos encallados en los que ella ya no está ni estará nunca.
Con la yema de tres dedos en forma de triángulo me besaste la piel. Me habías contado que hacías eso cuando tu boca estaba demasiado lejos de los poros deseados o en menesteres más amables.
No entiendo cómo me hiciste esto tan rápido. Hoy ni siquiera me espanté cuando jugaste a que me amabas. Me abrí el alma un poco más.
No. No hay caso. Ni con todo el léxico, ni con todas las ideas, ni con toda la emoción que me generás puedo escribir algo más o menos serio. Me volaste todo el interior de un soplido, Locura.

¿Qué hago ahora contigo?

Me ganó el alma de nuevo. Me ganaron tus besos de almíbar, Locura. Me ganó la mezcla más bien amalgamada de tu cuerpo con el mío en perfecta combinación de humores y sabores.
Te abrí la puerta muy rápido y no me arrepiento: Dejaste entrar buena música y mucha risa. Mi Flor Blanca me dijo que me topé con un buen tipo y sólo me aqueja no haber llegado a tiempo a dejar todos los platos acomodados, el sillón sin ropa encima.
Me dijiste que me quede. Tenía ganas de hacerte caso de acá a la mismísima eternidad, de amoldarme a tu pecho en esa perfecta posición que encontramos esta tarde en tu cama mientras yo leía algo que vos me estabas regalando.
Y no sabía como demostrarte todo eso que me creció de pronto adentro cuando acariciaste tu guitarra para que me cantara y vos la acompañaste en el cántico con una voz que no sé de dónde sacaste, pero que me atontó un poco más, tal vez, de lo que hubiera sido conveniente y recatado. Aunque, vamos, no tengo nada de recato en mi precario haber.
Escaso tiempo el que me prestaste esta tarde. O no, pero me supo a derrota no haber dormido con vos. Y no sabés, no creo que quepa en la imaginación de nadie (no es por desmerecer a mis lectores, si es que estos existen y pueden sentirse desmerecidos), cuánto me costó dejarte ir cuando me despediste en la puerta de mi casa.
Ahora tengo que irme. Escribiría de vos hasta quedarme sumida en la vacuidad absoluta que nace después del amor. Pero un amigo me dijo que necesita una voz femenina susurrándole del otro lado del tubo del teléfono, y creo que me estaba pidiendo a mí.
Voy a enamorarme bien rápido de vos, Locura. Con todos los stops, ni una semana.
A veces todo se conjuga y resulta que te extraño.
Ayer a la noche me pareció encontrarte en otro cuerpo con la misma camisa roída e infinita. Te pensé durante varios días, esperando encontrarte en cualquier esquina y así tener una oportunidad de, al menos, invitarte a tomar mate a donde sea. Pero sería tonto -es tonto- extrañarte y desear que de nuevo vivamos aquello. Aún así, difícilmente te me pases, mi amor. Difícilmente logre olvidarme de que me prometiste que me amabas, difícilmente pueda dejar escapar el recuerdo aquel de tantas coincidencias, de tantas caricias con las que me hacías amanecer, de tanto cariño encerrado en un frasco, allá lejos.
Eso no importa, y tampoco importa que yo tenga a otro alguien que me abraza, a otro alguien con quien dormir, a otro alguien platónico. Porque vos fuiste la última persona que amé, tristemente, y la última persona que me permití querer. No me arrepiento de nada, pero que boba que fui al creer.
A veces me dan ganas de extrañarte. Veo una camisa larga o un andar encorvado y, bum, de pronto, vos.