Escenario inicial:
Dolor severo de cabeza. Incomodidad corporal. Sola en casa. Con dos exámenes en una semana. Viaje inminente de mi compañero y de mi amiga. Viaje inminente de mis padres. Las ruedas de la bici desinfladas. Inflador desaparecido, se ofrece recompensa.

La acción transcurre en un particularmente bonito día de otoño, esos días de otoño que son casi de primavera. Buenas horas de sueño, buen desayuno, ducha, empeorando a mediatarde, almuerzo, estudio, cabeza que explota, siesta frustrada, zapatillas que se rehúsan a ser pintadas.
La bici opone resistencia, me recomiendan un remís. Me niego rotundamente.
De pronto, algo se arrastra en mi cabeza y empieza a chistarme bajito. Lo reconozco de inmediato. Canturreo un poco para distraerme aunque ya es tarde, el monstruo me dicta algo, es casi inaudible, pero lo entiendo perfectamente y todos sabemos que no puedo negarme a sus pedidos.
Camino, poseída por el espíritu malvado, hasta la sede más cercana de sufrimiento digital y busco esas fotos. Empiezo a ver. Ya me las sé de memoria.
Una, dos, tres. Que lindos ojos. Cuatro. Claro, es fotógrafa, y yo no. Cinco. Encima de Nikon. Seis. Ese de ahí es él.
¡Esperá! Ese de ahí es él y yo reconozco ese buzo. Es el clarito, largo, que yo le cambié por otro, menos clarito y menos largo. Ese buzo ahora es mío, y en cierta medida, su dueño anterior también. No tengo tanto de qué preocuparme.
Es una suerte.