La Pierrot enamorada eternamente del Bufón.


Anónima pellizcó con cuidado su vestido y los subió un poco como para no enredarse y caer de bruces otra vez. Caminó con tiento en la oscuridad, hasta palpar la puerta de vidrio que llevaba al balcón. Cuando la abrió, un soplo de viento atravesó su pecho. "Cierto", pensó, y se llevó la mano al espacio vacío. Con la yema de los dedos acarició la seda muerta, quemada, que crecía entre los pliegues del traje.
Desde adentro, en la fiesta, se escuchaba todo tipo de jolgorios pero Anónima no podía pensar más que en una risita, débil por lo lejana, que, sin embargo, no hacía otra cosa que hechizarla y corroerla. La risita ya no tenía cara pero la miraba, ya no tenía voz pero le cantaba, ya no tenía recuerdos pero la despertaba en Medianoche.
El Bufón bailoteaba con todas las extremidades por la habitación, loco de contento, mientras que Anónima ni siquiera lloraba. Simplemente estaba ahí mirando, de pie en el balcón, el único lugar en donde se puede respirar. La noche era oscura, no había más mundo allá lejos.
El sonido llegó claro y límpido por un solo segundo, y después la puerta se cerró de nuevo. Ella sabía que él estaba mirándola, respirando el mismo aire frío que se hendía en los pulmones. Ella sabía que él también tenía el pecho lleno de lluvia. Entonces le gritó.
Le dijo que era mortalmente imperfecto, que nunca lo había extrañado, que no tenía las manos más amables,  que ya ni siquiera necesitaba escaparse. Le mencionó, contando con los dedos y ampliando la sonrisa, todos los otros bufones que la había cortejado desde que él... bueno. Desde que él se fue. Le recitó poemas ajenos y le mostró las marcas de dientes en la piel.
"Ya no te tengo miedo", chilló.
Entonces el Bufón la miró divertido, torció el semblante y se llevó las manos a la cara. La carcajada nació pronto, haciendo vibrar al mismísimo viento, rodó hasta la puerta, llegó a oídos del resto de los comensales y se expandió como se hubo expandido, allá en el Siglo XIV, la peste negra. El jolgorio corrompió al resto de los huéspedes, deformando los rostros, aturdiendo a la pierrot, que se encogía y temblaba.
Anónima corrió con el vestido rodando por el suelo, se entreveró y saludó con una graciosa mueca a la regocijada multitud, mientras escapaba de la risita del Bufón que brotaba, diáfana, de su garganta.

El día después.

Hoy la Luna predijo un baño de sangre. La misma Luna, bañada en jugo de frambuesa, nos miraba desde el agua, trémula, helada, menguante.
Se sentó a acariciarse la máscara y nos hizo un par de fotos: las caras azoradas asomando desde atrás de la ventanilla (espejo sucio y blanco), tu mano sobre mi mano y la ciudad negra.
La Luna se rió un poco y bailando toda su gordura prontamente desaparecida dio media vuelta y se escondió entre unos árboles altos, también negros, faroles calígines, y tu mano se escondió abajo de mi mano que la arrullaba de a poco.
Después, lo de siempre. Tu cuello, mis yemas, deditos de los pies, uno que otro beso, tu cintura fina abajo de la mía y la ropa regada por toda la cocina.
La Luna, reflejada en mi cazapesadillas y en el tuyo -mucho más hondo- nos miraba mirarnos, ella en plena rojez, nosotras ruborizadas, y mi mano entre tu pelo y tus labios blancos sobre la clavícula derecha.
El baño de sangré será mañana, le dijimos, y ella asintió satisfecha.