René
decidió cortarle las manos a los títeres para que no se enamoren.
No es que crea que esa es la forma de evitarlo, sabe que a nadie le
gusta que lo mutilen pero de todas maneras lo cree un poco extremo
(ya, de por sí, los mantiene cautivos en un cajón oscuro, hacinados
y hambrientos, uno creería que no hay peligro de que se enamoren
pero la experiencia indica lo contrario); el objetivo es que, una vez
evitada una de las más grandes muestras de amor que logra concebir,
sea difícil acceder a ese grado de intimidad amatoria: si no pueden
darle la mano, si no pueden exteriorizar el amor, se diluirá pronto,
prontísimo, antes siquiera de que llegue a aparecer.
Pero
éste no es un títere. Es nuevo, reluciente, casi barnizado. Creyó
ver con el rabillo del ojo los dedos largos de madera, pero no está
segura. También creyó ver cómo latía el corazón bajo la
respiración acompasada, rítmica, tranquila, tartamuda. Pero tampoco
está segura.
Lo que
sabe es que besa lindo, y que se siente cómoda a su lado. Lo que
sabe, también, es que nada es peor que enamorarse todavía
enamorada.
Le
gusta cómo se muerde los labios mientras la mira con los ojos
escondidos detrás de las espesas cejas. Le gusta cómo la escucha, y
cómo la agarra de la mano aunque ella se escape y piense que ya va a
tener que cortárselas, pronto, prontísimo, antes siquiera de que
lleguen a aparecer.