Sorprendentemente II (o Títeres)

Los títeres de René no llegan a ocupar una cama de dos plazas, y por eso ya se acostumbró a dormir con todo ese espacio. Ayer, en cambio, la atacó el frío y no había nadie que quisiera abrazarla. Se acostó en una almohada desconocida, tapada con sábanas extrañas, al lado del títere más peligroso que pudo encontrar. En la inmensa soledad que representa un poco martirio y otro poco sosiego, cerró los ojos pero no durmió.

A veces los títeres se presentan así, y a veces se convierten con el paso del tiempo. En cualquier caso, su fortuna es fatal e inapelable y no le hace falta conocer las artes adivinatorias para saber que ninguno de ellos es el definitivo. Todos, sin excepción, terminan en el cajón. Su destino macabro -no el de los títeres, sino el de René- es delirar melancolías y añoranzas. Ese es el destino de todo aquel que vive para recordar, pero que tiene mala memoria.
Además... Además los títeres traen la lluvia y las velas, a veces el fuego y a veces las espinas. Nunca se quedan, y por eso son títeres, nunca se van del todo, y por eso descansan en el cajón. René sabe convocarlos, aunque no sabe dónde aprendió a hacerlo. Marionetas o no, le sacan una sonrisa difícil -Ay, hacía ya tiempo de las sonrisas-, le ponen música en los cachetes, le piden que dé volteretas. A René, como es sabido, le dura más bien poco toda la emoción y la segunda noche ya quiere despedir al títere otra vez más.
El títere largo se levantó de madrugada, y René no quiso mirar mientras se alejaba, por miedo a que, en la soledad, la rasguñara algo más.

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