Sorprendentemente

Hay un cajón en la casa de René en donde guarda los títeres. Todos los títeres que tuvo alguna vez, lo más viejos, los más mágicos, los más llenos de espinas, están ahí.
A veces los saca y conversan. Los acaricia, los desviste, reparte sus yemas por las arrugas que la madera les fue dejando. Claro está, el cuerpo se cubre de púas, que son removidas pacientemente una vez terminado el ritual.
René hoy metió la mano y tanteó. Ella sabe que no puede buscarlos con los ojos, que sólo los dedos los reconocen. Si mirara a la profunda oscuridad que rodea a sus títeres, quedaría ciega y sin corazón. Entonces metió la mato, tanteó y cazó de la camisita a uno cualquiera. Mientras lo sacaba, cuidadosa, notó que venía prendido algún otro, al que no reconoció, y otro más, y otro, y todavía otro. Del susto, los soltó y cerró el cajón. Una manito se mantuvo afuera, casi como los náufragos cuando tienen el alma rota y ya no quieren bracear, pero no se abandonan a la idea de volver a hundirse. Cerró más fuerte. La manito cayó al suelo, rodó un poco y se escondió atrás de las frazadas desordenadas. René ya se había acostumbrado a que no hubiera monstruos debajo de la cama. Otra vez empezar a ahuyentarlos.

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