Mañana.

Me calzo las botitas marrones del Doctor Martens. Un gorro, por supuesto. En la mochila, no mucho más que la cámara y el aerosol.

Vamos a escribir frases por la ciudad. Yo propongo al Dios Diablo. Mi letra desordenada, más parecida a un cronopio que a un alfabeto, va a inundar pequeños rincones sureños del fin del mundo. Va a morder transeúntes desprevenidos con los dientes recién hechos.

Él puede ganarme una discusión. Y, por eso, lo dejo pagarme el café.

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