Temblor.

Ahí se remueve algo. Es el monstruo, otra vez. Susurra como para que lo escuche sólo yo: "Acá estoy. Hola. No te olvides". Y pasa una garra por la zona del pecho, pero del lado de adentro.
El monstruo entrecierra los ojos que difícilmente entran en el cráneo maltrecho y se ríe bajito. Es un verdadero hijo de puta.
Pero yo le tiro cachitos de pan como para que nunca se muera. Entonces la hija de puta vengo a ser yo.
Me siento en un rincón y lloro, lloro hasta quedarme sin sal. Me seco y, sin embargo, sigo siendo una esponjita que chupa la mentira y el dolor. A lo bueno lo dejo afuera. Ya no tengo más lugar para eso. Y creo que nunca lo tuve. El monstruo ocupa gran parte de lo que viene a ser mi cuerpo y se amolda a mis músculos. Es él- y soy yo- el que se queda quieto cuando me tengo que mover. El que trepida violentamente cuando alguien me dice algo lindo. Él escupe veneno y dice: "Es mentira. No servís para nada. Y cuando te quejes de eso, te van a decir que sí servís. Y también va a ser mentira".
A veces pone una garra sobre el obturador y chilla, pícaro, que ni lo intente, total no me va a salir. A veces me agarra del tobillo y tironea. No hace falta que haga mucha fuerza, ya me tiene entrenada. Él me desanima, yo obedezco. Yo me desanimo, él sonríe.
Entonces me entran ganas de quedarme acostada en mi cama hasta que todo pase, pero sé que no va a pasar. Y maldigo a aquello que me hizo así, a aquello que una vez me dijo que era una inútil. Y me maldigo a mí, por creerle. Realmente, una hija de puta.

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