La peur et de l'ambre.

Se le hacía tarde. Era previsible, era previsora. Se desvistió en un segundo, dejando dormir en el suelo las prendas todavía tibias. Giró las perillas y el agua comenzó a manar tranquila y sin ruido. Estaba demasiado caliente. Ella no podía soportar el frío del cuerpo y menos del alma. En un movimiento rápido se introdujo en la tina y dejó que las gotas recorrieran su piel tersa y joven, su cabello, sus manos, las curvas de su silueta. Se sabía una mujer normal, casi fea, con pocos pero importantes complejos. Y, sin embargo, se sentía hermosa. Se duchó en cinco minutos. Lo justo como para tener otros cinco que pensaba destinar a vestirse y maquillarse. Escogió con cuidado un conjunto de encaje negro y cintas color crema que se ajustaba perfectamente a su figura y lo deslizó por la superficie dulce de los muslos con suavidad y amor. Dio una vuelta para contemplarse en el espejo.
Tomó con poco cuidado el vestido negro que descansaba sobre la cama recién tendida, se fundió en él con gracia y lo ajustó.
"Y ahora-pensó- viene la parte más complicada". Los zapatos. Negros, sin duda. Pero esa era su única certeza. Se dirigió decidida hasta el armario y abrió las puertas de par en par. Allí estaba su pequeño pedazo de cielo, una gama de colores obsesivamente ordenada en un estante y otra acromática en el inmediatamente superior. Los vio y fue feliz. Ya no importaba si combinaba con su ropa o su bolso, siquiera con sus accesorios. Nunca le había gustado demasiado los accesorios. Los encontraba inútiles, como de más.
Cerró los ojos y apuntó. Con la uña roja del dedo índice rozó el suave cuero, oyó el chillido agradable del cierre al ser bajado y olisqueó un aroma conocido, aroma a zapato nuevo. Eran sus preciosas botinetas Jimmy Choo con talón abierto y taco incrustado en piedras. Con ellas se sentía más mujer y, sin duda alguna, más alta.
Se pintó los labios, intentando inútilmente hacerlos resaltar en ese mar de pecas. Fue el turno de los pómulos y luego el de los ojos, que maquilló finamente con sombra negra y un haz de blanco, para hacerse notar.
Desde el piso inmediatamente inferior se oyeron tres golpes en la puerta. Típico. Ella se acomodó frente al espejo los morenos mechones sueltos que todavía no había podido controlar y corrió graciosamente hasta la puerta, haciendo resonar contra el suelo el rítmico "Toc, Toc" del que solía gustar. Respiró hondo, tomó el picaporte y giró. Allí, del otro lado, se encontraba la presa de aquella noche:
-Estás como muy arreglada- ella cerró la puerta de un golpe. Nunca volvería a verlo. Sí, ella también se ofendía fácil.

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