Callate Mamá

Levantó la taza de té con ambas manos y se la llevó a los labios. Un regusto amargo inundó su boca.
-Un día, Beth, verás que el mundo es básicamente malo y dejarás atrás todos los sueños de niña. Escúchame, yo he vivido todo eso y más. Puedo decirte con seguridad que cuando se rompan todas esas ilusiones que llevas dentro, verás la realidad.
-Muérete- comentó bastante más al aire de lo que debería haber sido. De un puntapié lanzó el cenicero que se hallaba sobre la mesita frente a ella, inundando el aire de pequeñas partículas de polvo gris. El hombre vociferó algunas injurias que ella decidió ignorar.
-Eres una estúpida, mujer. Tu esposo debería darte una lección; así aprenderías a dejar estas cosas en manos de los hombres. En el reino de los ciegos, el tuerto es el rey. Y tú sabes que mis ojos están sanos. Puedo controlarlos, Beth, puedo hacerlos mis marionetas. Puedo incluso obligarlos a darte todas sus joyas y así serías feliz.
Una sensación de odio comenzó a crecer en el interior de Beth. Siempre había sido una muchacha independiente y violenta. Esa era su naturaleza. Se levantó de su asiento y comenzó a caminar por toda la habitación con aire felino. Dándole la espalda, y dejándose llevar por su poderoso instinto, comentó:
-Padre, lo siento. Es realmente conmovedor que veles por mi felicidad. Pero allí reside el problema, yo sólo viviría con alegría siendo la emperatriz- y acertó un dardo que había extraído de la diana que se encontraba dormida en la pared en el iris del hombre. Luego, echó a reír.

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