Si me pretendías cuerda no deberías haberme desarmado.

Puede que no te des cuenta de que al final no importa porque todo se termina, y pienses que por jugar estás cometiendo un grave error. Pero la vida pasa, viejo, y uno solo vive de recuerdos, de manos llenas de arcilla y yeso. Los títeres son ilusorios, la muerte acaba llegando, todos los cuervos se desbocan. Y resulta que nunca se es especial para nadie. ¿Qué caracoles de vidrio y cuáles conejos blancos van a venir a salvarnos de este desamor eterno, de la distancia insalvable que hay entre tu pecho y el mío? Te voy a dejar en todos los rincones de la ciudad, tanto le pesas a mi alma.
Puedo pintarme la cara y esconder las manos por un rato pero eventualmente las muy tontas se me van a escapar del bolsillo, y van a tocar otras manos, y van a rozar otros cuerpos y lo peor es que van a amar de nuevo, a la sombra de todo ese mar que fuimos. ¿Por qué no pudiste verme ahí, desnuda, frente a la borrasca?
Eso me quedó de vos. Un dolor que no puede no ser eterno porque viene de la mano de la única verdad.  Vos, que sos todos y sos ninguno, que vivís en mi máquina de escribir y en los rasguños nuevos de la espalda, en cada-uno-de-los-papeles-de-colores que dejo volar de a ratos, en cada odio y en cada llanto (especialmente en cada odio llenos de espinas en el que te deseo la muerte).
Eso me quedó de vos. Eso, y un raro amor por los perritos.

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